Cuando tenía seis años fue la última vez que vi aquel precioso árbol de Navidad. Media casi dos metros. Era verde oscuro y frondoso. Siempre se ponía en la esquina de aquel antiguo y rural salón. Tenía una multitud de bolas, de casi todos colores. Las de tamaño mediano eran rojas, rosas, verdes, doradas, azules y plateadas. Todas con purpurina excepto las plateadas, que tenía una especie de brillo propio, reflejaba todo aquello que se le pusiera por delante. Estaban ordenadas por un orden que solo la abuela sabía y nunca le reveló el secreto a nadie, excepto a mí, en su lecho de muerte. Un secreto que aun solo yo guardo y que nunca pienso revelar. Bueno, sigamos. Había bolas grandes rojas que eran hechas con pequeñas bolitas de poliester que brillaban y quedaban preciosas con las luces de colores del árbol. Solía poner dos tiras de luces de colores, las bombillas eran naranjas, vedes, azules y rojas. También tenía puesto unas tiras de color oro que le daban un tono de lujo al salón. En la cima del árbol, estaba la típica estrella dorada que brillaba con cualquier luz y te dejaba boquiabierto, a mi me parecía algo maravilloso. Bajo el árbol ponía regalos de cajas vacías. ¡ Ah ! Lo más interesante, es que ponía una pequeña muñeca vestida de bailarina en el árbol, que al darle cuerda sonaba un música muy peculiar que si cerrabas los ojos y la escuchabas, te quedabas dormido y te llevaba a otro lugar, a un precioso lugar que otro día os contaré.
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